la Senyoreta Yániz

Comentaris

  1. Una tiene fresco el cutis, la cara llena, semilunar la barbilla, fija la mirada entre dos puntos difusos, llenos los hombros, la tripa anónima, de andares blandos e interrogantes. Habla con desparpajo, se ríe a medias cuando habla, parece estar leyendo de un libro no escrito todavía, hace repetir a su interlocutor y niega con el tejado de sus cejas lo que aquél retiene en la punta de su lengua. Se toca mucho la cara y reacomoda nerviosamente su nariz bajo las gafas. Estornuda con fuerza contenida y escupe sus ideas con puntería y nunca a menos de tres metros. Sueña de día, sueña de noche, siempre sola. Allí donde se sienta ocupa más espacio que cualquiera, estorbándose a veces a ella misma. Le gusta caminar en el medio, aunque nadie la acompañe en el paseo. El mundo se supedita a sus maneras. Todos opinan como ella, o todos opinan en su contra, no hay quien exceptúe la regla. Es alegre en su amargura, libertina en su pudor, concisa en su verborrea, colérica a intervalos. Se cree lo que es y no es más que lo que cree ser. Amiga del despilfarro.

    La otra tiene dos ojos, algo que no puede decirse de cualquiera. Su cuerpo es claro y sinuoso, alterna la blancura de las noches con la suave grisura de los días. Duerme sueños de alabastro que parecen contener siglos enteros en los que nada pasa. Mentirosa cuando calla, mentirosa cuando cree que nadie mira, mentirosa cuando bebe de la copa, no hay verdad que se resista al parpadeo de sus labios pensativos. Emplea la cintura para ocultar sus manos, y escucha lo que otros dicen antes de haberlo oído. A menudo se halla entre aquellos que forman un círculo para conversar, siendo ella el centro y la circunferencia de lo que se habla. Se atusa la cabellera a cada rato, inventa mientras lo hace peinados libérrimos que nunca ensaya, se contempla por dentro en el espejo sin azogue que siempre encuentra a su espalda. No hay calle, plaza o avenida que no recuerde sus pasos si por ellas cruzaron una vez. Cuando le ruegan que haga oídos ciegos a la arrogancia del mundo, apenas si responde encendiendo un cigarrillo muy fino que aspira con delicadeza. De su elegancia es mejor no decir nada. Vecina de la frivolidad.

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